A mi siempre me gustó la hora del café.
Yo jugaba con Diego Rosero, a la vuelta de mi casa
de Las Américas, a escalar sacos; una pila de costales de fique y café arrumados
con cierto orden en la mitad de la sala; sala que a futuro (unos doce años) se
convertirá en el garaje del Mazda 323 azul cielo cromado de la Familia Rosero
Zúñiga por esos días.
Y me gustaba la hora del café después del
aguacero en la tarde deportiva del champa; yo escurriendo agua de la camisa
amarilla de deporte con el león en rojo y la CH mayúscula, y el cuello en V
blanco, minúsculo por mi talla por esos días. Visitábamos con Bastidas Alzate
Nestor Marino a Cifuentes, el hijo del señor que manejaba la Federación
Nacional de Cafeteros (o por lo menos las bodegas) e inventábamos carreras por
entre cientos de los mismos sacos de fique con tres rayas marcadas en tinta y
de nombre Café Excelso tipo Exportación. Por esos días el Made In Colombia sólo
lo entendía Cifuentes, pero el olor a la trilladora de granos se me metía por
la H, y por el cuello en V y por todo el champa.
Pero como en las historias breves, el tiempo me
llevó más al norte. Sobre ese norte y frente a la casa de los Otálora hacían
los empaques de fique de tres rayas con el anuncio de Made In Colombia, que
tras haber vivido en Londres,
Diego Otálora leía y sabía pronunciar muy bien. Bueno, tenía sus ventajas vivir
con el taque-taque diario y nocturno de
la maquila, de los hilos trenzándose y de la fila de indios guambianos
(antepasados míos, no de Diego Otálora) arrumados afuera como los sacos de
café, pero vacíos.
Y llegué a la hora del café porque se me hizo
costumbre tomarlo en casa de mis amigos, con ellos o sus hermanas. Ya con
calados de Carulla donde los Otálora o con pan de La Tercera donde los
Amézquita (both of them). Pero del café, la hora del café, los calados o el pan
de La Tercera (que bien podía cambiar a pan de Timbío un sábado), les cuento y
hablamos.